Mas allá de la luz mortecina
se extienden los campos iluminados por la ceguera del endoexterminio,
el fétido jardín de las últimas delicias prediseñadas
con el objeto de extraer la gota final del deseo inextinguible.
A veces, el hombre loco toma la palabra para advertir del peligro,
y la humanidad aterrorizada huye corriendo hacia los brazos de la muerte
para alejarse de la pesadilla y salvarse de la salvación y la esperanza.
Los feriantes de cadavéricas sonrisas, danzan sin agotarse
en el día magnifico de la celebración de la putrefacción de la mente.
Amantes del autocanibalismo.
Digeridos por el urbanismo macroesquemático,
felices por haber conquistado, por fin, su propia cárcel,
festejan al son del exotismo manipulado por la cultura de las masas,
la devastación insondable: el triunfo inminente del reinado de la muerte.
Náufragos en el ojo de la tormenta,
satisfechos por haber alcanzado la pesada viga de acero
que los arrastrará lo más rápidamente posible
al fondo de la oscuridad irrespirable.
Amigos de un agusanado egoísmo,
anhelan, enfermos de avaricia, la miseria absoluta,
mientras mascan con sumo deleite los polvorientos y resecos frutos de la vacuidad.
Y con una devoción digna de asco,
sorben ansiosamente el jugo pestilencial
que mana de los resquebrajados pechos de la destrucción.
Mas allá de la fúnebre luz del sol invicto,
se extienden los bosques de piedras escritas
con los nombres de los vencedores de una guerra que no perdonó a ninguno,
y que tampoco importa demasiado a nadie.
Valió la pena mientras duró.
Autor: Antonio Montero.
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